Proverbios 22:6 nos dice: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”. Es probable que muchos de nosotros creemos que esta promesa no se ha cumplido en repetidos casos, pero no culpemos a Dios; no pensemos que Él ha faltado a su promesa. La culpa es nuestra.
Nuestro error consiste en no habernos dado cuenta de lo que verdaderamente significa instruir “al niño en su camino”. A muchos niños se les ha dicho lo que deben hacer; a otros se les ha enseñado lo que deben hacer, pero a muy pocos se les ha instruido o educado. Educar no es solamente decir las cosas. Tampoco es enseñarles. Instruir o educar es adiestrar y entrenar.
El Señor Jesús, el Maestro de maestros, en su ministerio terrenal se dedicó más que todo, no a predicar, ni a enseñar, sino a entrenar. Vivía con su grupo de alumnos, sus discípulos, y dirigía su vida y sus actividades. Se aseguraba que sus alumnos aprendieran sus enseñanzas y las pusieran en práctica. Bajo la supervisión de Jesús los discípulos se desarrollaban, no sólo por los conocimientos que Él les impartía, sino porque Él mismo vivía lo que enseñaba; a ellos les daba la oportunidad de poner en práctica lo que habían aprendido. Un ejemplo: Primero, envió fuera a los doce, y más tarde a los setenta (Lucas 9:1-6; 10:1-12).
Gonzalo Baez-Camargo en su libro “Principios y Métodos de la Educación Cristiana” nos da la siguiente definición: “La educación cristiana es el proceso por el cual la experiencia, es decir, la vida misma de la persona, se transforma, se desarrolla, enriquece y perfecciona mediante su relación con Dios en Jesucristo”.
No es suficiente que los alumnos lleguen aceptar las normas y principios del Evangelio en una forma mecánica y abstracta. No basta que adopten las leyes morales del cristianismo tratando de poner en práctica las enseñanzas de Jesús. Todo esto está incluido, pero es mucho más. Es necesario que cada persona, niño, joven o adulto, llegue a situar en el centro de su vida y experiencia a Dios revelado en Jesucristo. Que cada uno llegue a sentir esa misma experiencia de San Pablo cuando dijo: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).
H. M. Hamil en su libro “El Maestro de la Escuela Dominical” nos da claramente la diferencia entre educar y enseñar. Enseñar es plantar la semilla, pero educar es cuidar la planta hasta que llegue a la madurez. La enseñanza da conocimiento; la educación forma el carácter.
Ojalá que nosotros no nos conformemos con dedicarnos únicamente a plantar la preciosa semilla de la Palabra de Dios en los corazones de los niños, jóvenes y adultos, sino que nos esforcemos en cuidar esa semilla hasta verla germinar, crecer y llevar fruto para la gloria de nuestro Dios. Sólo así estaremos cumpliendo con nuestro deber de ser instrumentos en la formación de un carácter cristiano en nuestros alumnos y en nuestros hijos.
Recordemos que el mandato de Dios para nosotros, padres, pastores, maestros y todo cristiano es: “Instruye, educa...”. Ojalá podamos ver nuestros errores y podamos enmendarlos con la ayuda de nuestro Dios y que nos prestemos a ser los instrumentos usados por el Espíritu Santo para ayudar a la formación de vidas consagradas al Señor. Ese es el verdadero significado de la Educación Cristiana.
PARÁBOLA DE LOS ÁRBOLES (Tomado de unos apuntes de la Srita. Esther Edwards).
Cuando la época de la Navidad hubo terminado, también la hermosura de aquel arbolito se había acabado. Como era un árbol sin vida ya no podía servir para otra cosa, fue arrojado a la basura.
El arbolito frutal fue cuidado por el hortelano, y Dios envió el sol y la lluvia que lo hicieron crecer y convertirse en un árbol frondoso con raíces profundas que lo alimentaban y lo hacían cada día más hermoso. Día tras día el hortelano cuidó de aquel arbolito, lo abonó, lo regó y lo protegió contra los insectos dañinos. En el tiempo oportuno podó sus ramas. Él hizo todo lo conveniente para que aquel árbol creciera y llegara a dar buen fruto.
Soplaron vientos fuertes, pero el árbol quedó en pie. Aquel viento en vez de derribar al árbol, lo hizo más firme y fuerte. Pasaron algunos años y el árbol principió a dar mucho fruto, y el hortelano se gozó grandemente, pues su trabajo y esfuerzo estaban recompensados. Él había hecho la parte que le correspondía, y Dios le había dado el crecimiento haciendo que aquel arbolito se convirtiera en árbol fuerte y fructífero.
Si algún maestro tiene oídos para oír,
oiga. Los dos árboles son alumnos; el padre y el hortelano
son maestros. El uno decoró su alumno con grandes enseñanzas
y verdades para que fueran contempladas, pero ellas nunca vinieron a ser
parte de la vida del niño. El otro maestro trabajó
de tal manera que las verdades que desarrolló llegaron a ser aceptadas
por el alumno y formaron parte de su vida. Esto hizo crecer al niño
espiritualmente, y aquellas verdades aprendidas llevaron mucho fruto en
su vida.
INSTRUCCIONES
Después de leer varias veces y estudiar detenidamente cada lección, conteste correctamente las preguntas que se le hacen acerca de cada una de ellas. Muchas preguntas le estimularán a pensar y a dar su propia opinión.
CUESTIONARIO